jueves, 8 de noviembre de 2018

DÍA DE MUERTOS (Cuatro amigos)



CUATRO AMIGOS
Sin duda la Muerte se ha olvidado de nosotros y nos ha dejado plantados en este hotel de carretera en medio del desierto. Es la segunda vez que ocurre esta semana. Anoche en el casino de Las Vegas, cuando la sorprendí embobada comiéndose con la mirada a aquel actor segundón, el rubio de labios carnosos y vaqueros ajustados, debí suponer que acabaría de parranda con él. No imagináis qué hubiera dado yo esta mañana por ver el desconcierto reflejado en su cara chupada mientras buscaba la guadaña en el maletero vacío de su coche. Ya veis, no somos los únicos olvidados, algún día el maldito alzhéimer acabará con nuestra vieja amiga.
Anochece y el camino es largo, id recogiendo las herramientas. Las Caravanas de la Esperanza están cada vez más cerca y tarde o temprano tendremos trabajo al otro lado de la frontera con México.

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lunes, 5 de noviembre de 2018

DÍA DE MUERTOS (Deberían haberme avisado)

Deberían haberme avisado
El día había sido frío, casi invernal. Tras el funeral una pequeña comitiva subió al cementerio para dar el último adiós al difunto. Cuando entramos en el antiguo recinto de calles empedradas acababa de encenderse el alumbrado que apenas iluminaba las esquinas donde tiritaban desnudas unas bombillas sucias de polvo. Llevaba preparados unos versos de despedida que leí emocionado ante la tumba. Al levantar la vista del papel me di cuenta sobrecogido de que me habían dejado solo ante una lápida que tenía mi nombre grabado y un breve epitafio que decía
EMILIO BELTRÁN TORRES
EL  POETA  QUE  LLEGÓ  DE  MÉXICO
Alguien debería haberme avisado. Se habían marchado todos y entre lágrimas logré distinguir, al final de la calle principal, cómo los últimos abrigos negros abandonaban el cementerio en silencio. Hacía mucho que el sol se había ocultado y el sereno comenzaba a humedecer las flores de la corona. Sentí un frío inmenso. Allá adentro sólo se escuchaba el revuelo de los gorriones acurrucándose para pasar la noche entre las ramas de los cipreses.
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domingo, 16 de septiembre de 2018

HISTORIAS DE BICIS 1


No sé montar en bici
Como el poeta que nunca fue a Granada, así me siento yo, pero con las bicicletas. Porque nunca tuve bicicleta, ni siquiera me monté en una. No sé montar en bici. Esto nunca lo conté a nadie por miedo a que se rieran de mí, de mi ineptitud para los deportes y de mi falta de destreza. Veo, leo y envidio a tanta gente presumiendo de su habilidad para mantener el equilibrio sobre dos ruedas, contándolo como si fueran profesionales de las letras. Bueno, muchos lo son. Esto también lo envidio, la forma de contar las cosas, aunque sean meras invenciones.
Dije que ni siquiera me monté en una bicicleta, pero no es completamente cierto. Una vez me subí en la parte trasera de una vieja bici. El portamaletas, lo llamaban entonces. La conducía Marisa, una chica pelirroja que veraneaba en el pueblo. Todas las historias románticas de bicicletas ocurren en pueblos recoletos, y las bicicletas que nos vienen a la mente son viejas y pesadas máquinas sin amortiguación, con frenos de zapatas y timbres de recepción de hotel.
La veo sentada a mi lado, con los pies a remojo mientras nos refrescábamos bajo la sombra de un árbol, sintiendo entre risas adolescentes el suave cosquilleo de los pececillos mordisqueándonos los dedos. Por supuesto la historia ocurrió en verano y a la orilla de una laguna de aguas cristalinas, como todas las historias tiernas de la infancia.
Subíamos el camino del Cerro empujando la pesada bicicleta en plena siesta, con la expectación de lo prohibido a flor de piel. Llegábamos sudando y nos zambullíamos nerviosos en ropa interior. Aquel verano Marisa me enseñó a nadar, entre otras cosas. Al caer la tarde bajábamos la cuesta pedregosa montados en la bici, yo agarrado a su cintura y contemplando feliz su espalda aún húmeda, de vuelta al pueblo de la niñez, donde casi todos los niños tenían bicicleta o al menos sabían montar en una.


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lunes, 25 de junio de 2018

El centro de gravedad


Mi infancia gira en torno al campo de fútbol del pueblo, un campo de tierra amarilla y polvorienta, nada de césped ni de plásticos modernos. No existían gradas para el público sino un terraplén natural sembrado de pinos en una de las bandas donde se acomodaba la gente. Las tapias y bardales de las casas colindantes, erizados con trozos de botellas, delimitaban el recinto deportivo por la otra banda.
Entre esas viviendas se encontraba la mía, una casa de planta baja en la que nací y me crié y en la que, algún que otro domingo, solía caer a bocajarro el balón de reglamento seguido del coro de la concurrencia gritando aquello de “¡La ley de la botella, quien la tira va a por ella!”. Yo anhelaba que ocurriera más a menudo para poder devolverlo de una patada entre los vítores del respetable. La alegría que me embargaba cada vez que la pelota caía en nuestro corral chocaba con el mal genio de mi abuela, a quien le destrozaron varias veces los geranios que mimaba con paciencia. En más de una ocasión devolvió el balón rajado al delegado del campo diciéndole, la cara compungida y la navajilla aún caliente en el bolso del mandil de lunares, que se había pinchado al caer sobre el rosal. Consiguió que instalaran una tercera red para proteger sus macetas.
Las tardes de domingo se animaba el barrio con la llegada de los futboleros, el himno local sonando por megafonía para llamar a la hinchada, los carros de pipas y refrescos en la puerta de acceso. Los domingos que no había partido veíamos a Juan El Manquillo paseando por la carretera con un pequeño transistor pegado al oído mientras escuchaba animadas retransmisiones deportivas que culminaban con el pitido en morse anunciador de eternos golazos.
Los niños echábamos largos partidos después del colegio aprovechando una entrada de cochera abandonada a modo de portería, hasta que irrumpía alguna vecina enarbolando la escoba en alto, “¡Cuidao con los niños, iros a otra calle a dar por saco!”, y nos convencía ipso facto, trasladando de urgencia y por imperativos mayores el campo de entrenamiento.
De los hermanos Talavera siempre envidié su técnica y habilidad para tocar el balón. Jugaban y corrían como posesos y yo, de natural enclenque, siempre quise regatear con la facilidad que ellos demostraban en cada pase. Hube de conformarme con la defensa, a esperarlos venir, que dicho sea de paso, no se me daba mal.
La vida en los pueblos giraba en torno a sus calles y sus plazas donde los niños jugábamos y los mayores salían a tomar el fresco. Hoy hemos puesto en dicho centro de gravedad al automóvil, el asfalto y las prisas. Con el progreso y la vida moderna jugar al balón en la calle tenía irremediablemente los días contados.
El primer golpe serio en la línea de flotación futbolera de base se produjo con el Bando Municipal que prohibió jugar a la pelota en las calles, bando cuyo cumplimiento vigilaba la policía municipal sobre el terreno. Identificábamos fácilmente el sonido característico del ciclomotor en el que patrullaban, procediendo de inmediato a la dispersión mal disimulada de todos los allí reunidos, o poniendo caras de no haber roto un plato mientras escondíamos el esférico entre la masa de cuerpos infantiles. Pero el día en que por el bullicio y el fragor del encuentro, o tal vez por la velocidad anormalmente excesiva de la patrulla uniformada, nos sorprendían jugando, ese día el policía nos hacia un juicio rápido, sumarísimo. Nada de multas. En un movimiento más típico de Matrix que de un alguacil, agarraba la pelota con una mano, en la otra ya tenía una navaja y de un tajo nos devolvía la goma ya inútil de por vida. “Nenes, si sabéis que en la calle no se puede jugar…”, nos decía con sorna y allí nos dejaba resignados, el ruido de la moto alejándose a impartir justicia por otros barrios.
Aunque el golpe de gracia definitivo ocurrió allá por el mundial de Naranjito. Recuerdo que era el día de San Antonio, calor de junio y España que debutaba esa tarde a las cinco, como los toreros. Una hora antes del partido los zagales derretíamos suelas en la puerta-cochera a balonazo limpio. Como siempre, yo iba de zaguero, pero en uno de los contraataques me animé y subí a la portería contraria desmarcándome a tal punto que me vi solo bajo los palos del rival. Uno de los Talavera, de un pase magistral, puso el cuero a mis pies, sólo tenía que empujarlo, pero en mi subconsciente tenia la viva imagen de leyendas como Marcelino, o Benito, vaciando su alma en cada remate, y allí que puse mi intención de reventar la puerta metálica y que se escuchara en toda la calle. Como suele decirse en el argot, me hinché de balón. Subió en vertical buscando el tejado y fue a dar certero contra uno de los cables del tendido eléctrico que permaneció cimbreándose unos segundos eternos, que a mí me parecieron años luz, hasta que ocurrió lo inevitable. Se partió el cable con tan mala suerte que acabó cayendo sobre el otro hilo, produciendo un cortocircuito de dos pares que dejó sin corriente a medio pueblo.
El zafarrancho fue automático, cada  mochuelo a su olivo. Cuando entré disimuladamente en casa mi padre comprobaba los plomos y a la tele nueva, aún caliente, le crepitaba el tubo de imagen. Me fui a mi habitación a hacer como que leía un tebeo, y sólo abandoné la seguridad del refugio, obligado, cuando minutos después el temido ciclomotor se detuvo ante nuestra casa. Mi carrera futbolística terminó aquel día. Tampoco se perdió gran cosa, si acaso un defensa mediocre. Por cierto, ¿alguien sabe cómo quedó España?


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sábado, 12 de mayo de 2018

CUANDO ÉRAMOS JÓVENES

LA ABUELA JOAQUINA
“Cuando éramos jóvenes…”, así empieza siempre mi abuela sus historias. Me enseña una foto de su marido Domingo, el miliciano, muerto en el treinta y nueve. Habla de las guerras de Marruecos y Cuba, de los carlistas y los pronunciamientos militares, de su primer esposo Juan Martín que cayó en Sierra Morena luchando contra los franceses. Me lo cuenta con detalles que no aparecen en ninguna enciclopedia y todo lo acompaña con recortes de periódicos ajados o daguerrotipos en los que siempre aparece ella con su cara pálida como la luna.
Nadie conoce su edad. A mis noventa años creía haberlo visto todo.



GORRIONES Y LAGARTIJAS
Cuando éramos jóvenes vivíamos felices como si no hubiera un mañana, persiguiendo perros callejeros por los descampados o cazando gorriones adormilados entre las ramas de los almendros. Nos enamorábamos perdidamente cada verano y mudábamos la piel de las rodillas varias veces al año, como reptiles por las cunetas.
Tan jóvenes éramos que no existía el tiempo, y nuestra mayor preocupación era improvisar alguna excusa creíble que explicara los agujeros del pantalón y, a pesar del certero zapatillazo de nuestras madres, salir victoriosos del aprieto. Nos acostaban sin cenar pero no importaba, un nuevo día estaba al caer.



A TRES PATAS
«Cuando éramos jóvenes soldados, “La Patria Te Necesita”; cuando universitarios, éramos el futuro del país; si trabajábamos, los pilares de la economía; de pequeños, la alegría del hogar. Y ahora sólo somos los números rojos de una balanza desequilibrada, un estorbo en la familia, la solución atemporal al enigma de una esfinge…»
Llegado a este punto, el resignado auditorio que cada tarde sufría las charlas del nuevo, cabeceaba ya en sus sillones mientras la enfermera le recriminaba que no les dejara descansar.
Otro día triste para Juan, esperando la visita de su hija, siempre tan atareada con el trabajo y la familia.

martes, 13 de febrero de 2018

Microcuentos 2


BIG EYES

Pestañeó dos veces para decir que sí, según lo acordado. Le habían encargado vigilar tras el arrecife y avisar si llegaba algún barco. Un pestañeo “no”, dos, “sí”. Sus enormes ojos lloraban por el esfuerzo, lo intentó desesperadamente pero ya era demasiado tarde, las redes los habían rodeado, veloces, cerrando cualquier escapatoria.
Olvidaron que sus ojos carecían de párpados. Maldita memoria de pez.


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LA MADRE

Pestañeó dos veces para decir que sí.
Sedado y monitorizado contemplaba tranquilo a la señora vestida de negro inmóvil a los pies de la cama. Llevaba dos semanas visitándole cada noche, en silenciosa compañía. Al principio la tomó por una interna de la quinta planta que conseguía escapar al control de los enfermeros.
Hasta que ayer le habló de un hijo con su misma edad, con dos niñas pequeñas y un corazón cansado de vivir. Una pena, a menos que llegara un milagro.
Por eso hoy le ha dicho "sí", tendría su milagro. Y mañana él, después del trasplante, volvería a nacer, pensó.
Desconectó la máquina.


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viernes, 2 de febrero de 2018

Es magia


Es magia.
Mi madre ha vuelto de hablar con el médico, llorando otra vez. Bueno, sé que ha llorado porque viene muy triste y con los ojos llenos de pequeñas arañitas rojas. Le he dado un abrazo fuerte y le he dicho que no se preocupe, que, como dice mi profesor de matemáticas, todo tiene solución. Eso dice don Manuel cada vez que nos pone algún problema que no entendemos,  y es verdad, al final conseguimos resolverlo, sólo necesitamos un poquito de ayuda o alguna de sus “fórmulas mágicas”, como las llama el profe.
Le digo a mi madre que no esté triste, que cuando sea mayor iré a Estados Unidos a estudiar mucho para ser doctor, el mejor, y que trabajaré e investigaré tanto que encontraré la fórmula mágica que curará el cáncer.
Mi padre ha ido mientras a por el coche para llevarnos a casa. Me ha prometido que este fin de semana iremos a ver la final de la copa. Mis amigos no se lo van a creer.
Me dicen que mañana vuelvo al cole, ¡por fin! Cada vez que vengo al hospital me tengo que quedar varios días y me aburro un montón porque aquí no se puede correr. Tengo muchas ganas de ver a Alberto y a Carlos, son mis mejores amigos. Ellos también se cortaron el pelo al cero, como yo, para que jugáramos siempre juntos en el mismo equipo de fútbol durante los recreos. A ver si esta semana conseguimos ganar a los de 5º A, aunque tienen un portero buenísimo.
Han venido algunas enfermeras a despedirnos y no paran de besuquearme, con la vergüenza que me da, me ponen rojo como un tomate. Me han hecho prometer que si vengo a visitarlas traeré un dibujo de mi perro Troilo. Es de color chocolate y tiene las orejas grandes y largas hasta el suelo. Lo he echado de menos, mucho, porque todos los días me espera en la puerta de casa cuando vuelvo del colegio. Imagina cuando me vea, qué alegría se va a llevar.
Bueno, mamá está muy cansada y nos tenemos que ir. Cuando despiertes ya no estaré en la habitación de al lado, le dejo esta nota a tu madre. Tú también te irás pronto, ya verás. No olvides tu sueño de ser astronauta, recuerda que los mayores nos necesitan.
Adiós María, pensaré a menudo en ti. Nos veremos pronto.
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Fotografía: El Universal (Ciudad de México)
https://www.am.com.mx/2016/11/29/mexico/crisis-en-hospital-afecta-a-ninos-con-cancer-330081

miércoles, 17 de enero de 2018

Microcuentos 1


Villa  San  Luis
¿Bucear en el lago que había al lado de la casa?, ni loco, sería lo último que hiciera. Ni se te ocurra bañarte en la laguna, le advertía su madre cada vez que salía en bicicleta con los amigos. En el pueblo existían antiguas leyendas de fusilados y desaparecidos. El paraje ejercía una irresistible atracción para los chavales que no dudaban en zambullirse en calzoncillos en el verdor de sus aguas. Él prefería rodear las ruinas de la vieja casa para sentarse a la sombra de la encina, extrañamente frondosa durante todo el año, y contemplar el muro trasero picoteado de pequeños orificios, imaginando. . .
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El loco del pozo
Bucear en el lago que había al lado de la casa que había en el valle que había en tu ombligo, bucear sin querer salir a respirar, abrazado por tus cálidas piernas de agua y algas, y al final salir para volver al fondo, hasta morir…
La niña María temblaba bajo su vestido, rodeaba fuerte mi cuello con sus bracitos blancos, asomándonos al brocal para buscar la luna que había dentro. Aún la escucho por las noches llamándome ¡Papá, Papá!
Llega la enfermera con la medicación, es hora de acostarse. Me llamo Fernando, aunque desde niño me llaman el loco del pozo. 

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martes, 2 de enero de 2018

En blanco y negro


Comenzaban las fiestas haciendo cadenas de papel que unían con una mezcla de harina y agua, y que luego colgaban en las paredes del salón uniendo la fotografía de boda de sus padres con el retrato de los abuelos. Una maceta grande hacía de árbol de Navidad en el que enganchaban los restos de guirnaldas deshilachadas que habían sobrevivido milagrosamente al paso de los años, y lo coronaban con una estrella de cartón forrada con papel de aluminio. Sobre el mueble bar intentaban montar un pequeño nacimiento con algunas figurillas despistadas e insuficientes.
Aquellos días el hogar olía a los roscos de sartén que como cada año se elaboraban según la receta familiar manuscrita en un trozo de papel de estraza manchado de aceite; harina, huevos, un chorrillo de anís, ralladura de un limón, sobrecillos El Tigre… De fondo se escuchaban las estridencias del molinillo triturando azúcar.
Las noches más señaladas las pasaban en la mesa camilla, alrededor del brasero de ascuas y de una gran bandeja de dulces. Veían la programación especial que daban por televisión frente al viejo Telefunken en blanco y negro, o escuchaban en el radiocasete los Campanilleros  y otros villancicos de Juanito Valderrama en liza con Dolores Abril.
Si amanecía buen día salían temprano con la mula rumbo al olivar de la solana, vadeando el arroyo de Sabiote por el viejo puentecillo de piedra, siempre tapizado de hojas muertas que caían de los álamos que lo flanqueaban.
Y unos días antes de la vuelta al colegio, los Reyes Magos, a lomos de un tractor, volvían a sembrar de caramelos las calles del pueblo. Él no pedía regalos, empresa imposible, tan sólo deseaba una noche de lluvia, acostarse escuchando las canales y dormir plácidamente arrebujado bajo las sábanas frías con la tranquilidad de que al día siguiente no tendría que madrugar.

FIN