La
borrica de Ildefonso, apodado el Chómer,
era la antítesis de Platero, el “antiasno” por definición, nada de ojos de
azabache ni peluche de algodón, sino un jumento de pelo hirsuto gris ceniciento
y sucio de polvo, ojos apagados por la edad y de color indefinido. En resumen,
un burro común de natural arisco y desconfiado, con más mili sobre su lomo que
un sargento chusquero. Compartía cuadra con un nutrido rebaño de cabras escuálidas,
macho cabrío incluido que necesitaría un capítulo aparte para narrar sus lances
y aventuras.
Cada
día las llevaban a pastar por los alrededores del pueblo y ayudaban a conservar
los padrones y barbechos limpios de brozas y malas hierbas sin necesidad de
herbicidas ni planes de empleo rural. De vuelta al redil dejaban el empedrado
de la calle sembrado de cagarrutas cual aromáticos granos de café. Por si fuera
poco para los vecinos había dos vaquerías en ambos extremos de la calle que
completaban la diversidad natural de la apacible vida campestre.
Mas
yo vine aquí a hablar de la burra, volvamos pues a ella y al día en que estuvo
a punto de pasar a mejor vida asnal por culpa de este que les cuenta.
Al
sosquino animal había que guardarle las distancias, literalmente, porque si te
descuidabas cerca de sus cuartos traseros podías recibir una coz que no sabías
por dónde te había llegado y te levantabas raudo sacudiéndote el polvo, desorientado
y buscando disimuladamente el mercancías que acababa de arrollarte sin piedad.
A
veces acompañaba a Ildefonso cuando salía con la burra a pastorear el rebaño y pasábamos
las tardes hablando del colegio o apedreando lagartijas y haciendo puntería con
las cabras que se rezagaban rumiando los cerrajones y jaramagos. La borrica del
Chómer tenía merecida fama de resabiada y conseguir cabalgarla
durante unos segundos era una de las principales atracciones del barrio. En varias
ocasiones me animó a subirme en ella, pero un miedo cerval me impedía siquiera
imaginarlo, hasta el día que le vi montándola con una facilidad asombrosa, como
un general francés en paseo triunfal por los Campos Elíseos. Era una tarde de
primavera, las siembras rebosaban de espigas tiernas, me armé de valor y decidí
que al menos debía intentarlo. Me ayudó a subir de un salto, la recuerdo más
bien pequeña, el pelo basto aunque
bastante escurridizo.
—¿De
dónde me agarro? —le pregunté algo nervioso.
—Aprieta
fuerte las piernas contra los costados y la sujetas de aquí —me dijo
mientras retorcía las crines ásperas y las enlazaba entre mis manos—. Para
que se detenga le das un buen tirón.
Así
fue cómo mi gran amigo de la infancia me impartió un cursillo acelerado para
jinetes noveles. No hubo tiempo para más, le arreó un palmetazo en la grupa y se
lanzó al galope como alma que lleva al diablo. Recordé las indicaciones del
maestro aún frescas en mi cabeza y como un endemoniado comencé a tirar del pelo
del animal, y cuanto más fuerte tiraba más velocidad cogía, y cuanto más corría,
más me resbalaba de la montura. Parecía un indio arapahoe hurtando mi
cuerpo de la línea de fuego de los rifles yanquis, con la única diferencia de
que yo carecía de la habilidad necesaria para recuperar la verticalidad y el
control de la cabalgadura.
Según
iba cayendo a cámara lenta, y lejos de
lo que podría pensarse, mi vida no pasó en un instante ante
mis ojos, no, ¡qué va!, me acordé de Einstein y del relativo paso del tiempo, y
después de lo que para mí fue una singularidad espacio-temporal, también conocida
como una eternidad, acabé con mi pobre cuerpo girando como un trompiche sobre
la cebada con tan mala suerte que la burra también tropezaba con mis piernas y
ya rodaba por los suelos un poco más adelante, interrumpiendo así su
vertiginosa galopada. Curiosamente mi mayor preocupación no era que me rompiera
la crisma o un par de huesos, sino que el cuadrúpedo estirara las patas allí
mismo por culpa de su inexperto jockey. Cuál no fue mi alegría al verla
resurgir como el ave fénix de entre el verde cereal, levantándose ágil y continuar
corriendo como una exhalación libre ya de su carga.
Ya
llegaba el Chómer a mi altura, ocultando sin éxito una sonrisilla canalla
y, tras comprobar los daños colaterales, le silbaba una melodía a la pollina
que detenía su espantada y regresaba con un trotecillo alegre junto a su dueño,
rebuznando y enseñando victorioso unos dientes enormes como guijarros, manchados
del amarillo del fumador empedernido.
Evaluando
los resultados finales puedo decir que no salí tan mal parado de aquella mi
primera y definitiva aventura como caballero rodante. No recuerdo la excusa que
conté a mi padre cuando vio mis pantalones sucios de verdín pero lo que no
olvidaré es el cogotazo que me propinó tras las orejas que, sumado al temblor
de piernas que aún perduraba, hizo que aquella noche durmiera como un niño,
molido y magullado todo el cuerpo, y prometiese a San Antón que no volvería a
montar nunca más en un bicho de cuatro patas.
Alguna vez mi esposa ha insinuado tomarnos unos días de vacaciones para hacer agroturismo con las niñas, tan de moda últimamente. No puedo evitar que me entre la risa floja.