lunes, 14 de octubre de 2019

La borrica del Chómer


La borrica de Ildefonso, apodado el Chómer, era la antítesis de Platero, el “antiasno” por definición, nada de ojos de azabache ni peluche de algodón, sino un jumento de pelo hirsuto gris ceniciento y sucio de polvo, ojos apagados por la edad y de color indefinido. En resumen, un burro común de natural arisco y desconfiado, con más mili sobre su lomo que un sargento chusquero. Compartía cuadra con un nutrido rebaño de cabras escuálidas, macho cabrío incluido que necesitaría un capítulo aparte para narrar sus lances y aventuras.
Cada día las llevaban a pastar por los alrededores del pueblo y ayudaban a conservar los padrones y barbechos limpios de brozas y malas hierbas sin necesidad de herbicidas ni planes de empleo rural. De vuelta al redil dejaban el empedrado de la calle sembrado de cagarrutas cual aromáticos granos de café. Por si fuera poco para los vecinos había dos vaquerías en ambos extremos de la calle que completaban la diversidad natural de la apacible vida campestre.
Mas yo vine aquí a hablar de la burra, volvamos pues a ella y al día en que estuvo a punto de pasar a mejor vida asnal por culpa de este que les cuenta.
Al sosquino animal había que guardarle las distancias, literalmente, porque si te descuidabas cerca de sus cuartos traseros podías recibir una coz que no sabías por dónde te había llegado y te levantabas raudo sacudiéndote el polvo, desorientado y buscando disimuladamente el mercancías que acababa de arrollarte sin piedad.
A veces acompañaba a Ildefonso cuando salía con la burra a pastorear el rebaño y pasábamos las tardes hablando del colegio o apedreando lagartijas y haciendo puntería con las cabras que se rezagaban rumiando los cerrajones y jaramagos. La borrica del Chómer tenía merecida fama de resabiada y conseguir cabalgarla durante unos segundos era una de las principales atracciones del barrio. En varias ocasiones me animó a subirme en ella, pero un miedo cerval me impedía siquiera imaginarlo, hasta el día que le vi montándola con una facilidad asombrosa, como un general francés en paseo triunfal por los Campos Elíseos. Era una tarde de primavera, las siembras rebosaban de espigas tiernas, me armé de valor y decidí que al menos debía intentarlo. Me ayudó a subir de un salto, la recuerdo más bien pequeña, el pelo basto aunque bastante escurridizo.
¿De dónde me agarro? —le pregunté algo nervioso.
Aprieta fuerte las piernas contra los costados y la sujetas de aquí —me dijo mientras retorcía las crines ásperas y las enlazaba entre mis manos—. Para que se detenga le das un buen tirón.
Así fue cómo mi gran amigo de la infancia me impartió un cursillo acelerado para jinetes noveles. No hubo tiempo para más, le arreó un palmetazo en la grupa y se lanzó al galope como alma que lleva al diablo. Recordé las indicaciones del maestro aún frescas en mi cabeza y como un endemoniado comencé a tirar del pelo del animal, y cuanto más fuerte tiraba más velocidad cogía, y cuanto más corría, más me resbalaba de la montura. Parecía un indio arapahoe hurtando mi cuerpo de la línea de fuego de los rifles yanquis, con la única diferencia de que yo carecía de la habilidad necesaria para recuperar la verticalidad y el control de la cabalgadura.
Según iba cayendo a cámara lenta, y lejos de lo que podría pensarse, mi vida no pasó en un instante ante mis ojos, no, ¡qué va!, me acordé de Einstein y del relativo paso del tiempo, y después de lo que para mí fue una singularidad espacio-temporal, también conocida como una eternidad, acabé con mi pobre cuerpo girando como un trompiche sobre la cebada con tan mala suerte que la burra también tropezaba con mis piernas y ya rodaba por los suelos un poco más adelante, interrumpiendo así su vertiginosa galopada. Curiosamente mi mayor preocupación no era que me rompiera la crisma o un par de huesos, sino que el cuadrúpedo estirara las patas allí mismo por culpa de su inexperto jockey. Cuál no fue mi alegría al verla resurgir como el ave fénix de entre el verde cereal, levantándose ágil y continuar corriendo como una exhalación libre ya de su carga.
Ya llegaba el Chómer a mi altura, ocultando sin éxito una sonrisilla canalla y, tras comprobar los daños colaterales, le silbaba una melodía a la pollina que detenía su espantada y regresaba con un trotecillo alegre junto a su dueño, rebuznando y enseñando victorioso unos dientes enormes como guijarros, manchados del amarillo del fumador empedernido.
Evaluando los resultados finales puedo decir que no salí tan mal parado de aquella mi primera y definitiva aventura como caballero rodante. No recuerdo la excusa que conté a mi padre cuando vio mis pantalones sucios de verdín pero lo que no olvidaré es el cogotazo que me propinó tras las orejas que, sumado al temblor de piernas que aún perduraba, hizo que aquella noche durmiera como un niño, molido y magullado todo el cuerpo, y prometiese a San Antón que no volvería a montar nunca más en un bicho de cuatro patas.
 Alguna vez mi esposa ha insinuado tomarnos unos días de vacaciones para hacer agroturismo con las niñas, tan de moda últimamente. No puedo evitar que me entre la risa floja.