domingo, 18 de octubre de 2020

A VEINTICINCO PESETAS LA PIEZA

 


El fuego y la rueda, los dos inventos con más trascendencia para el ser humano. Contemplarlos juntos en pleno funcionamiento era un maravilloso espectáculo que los niños del pueblo podíamos disfrutar gratis cada verano.

Una escala ascendente, otra descendente, rematadas por una melodía inconfundible, precedían la llegada del afilador al barrio, empujando sin prisa una pesada bicicleta, un armatoste que más parecía una aparición quijotesca que la máquina que en realidad era. A continuación comenzaban a salir las vecinas de sus casas con las tijeras del pescado, las de la costura, con todo tipo de cuchillos y herramientas de cocina.

Para entonces ya tenía a su alrededor un corro de niños expectantes, ansiosos por ver el proceso de transformación de una vieja bicicleta en un banco de trabajo, desplegando todo tipo de accesorios e ingenios hasta que el afilador se colgaba un delantal de cuero, se sentaba de espaldas al manillar y se ponía a pedalear del revés, curioso invento, haciendo que la cadena y los piñones accionaran la rueda de piedra, e iniciando de esta manera un espectáculo de fuegos artificiales ante la chiquillería embobada con aquel artilugio.

Luego, parsimonioso, desmontaba el tinglado y se marchaba como había llegado, despacio, haciendo sonar su chiflo por las calles aledañas, “¡El afilaoooor!”

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