lunes, 30 de diciembre de 2019

¡Yo soy Baltasar!


¡Yo soy Baltasar!

Quién iba a decirme que en mi última guardia antes de pasar a la reserva me encontraría con un marrón así, cabo. Y lo merezco por hacerte caso, las mujeres y el romanticismo, que si vamos al acantilado a tomarnos el bocadillo, que si las vistas nocturnas sin contaminación lumínica, ¡qué tonterías ni qué ocho cuartos, hombre!
No se ponga así, mi sargento, que esto ha sido el destino, hay que aceptar lo que nos venga dado y en paz. ¿Cómo iba a saber yo que nos toparíamos de bruces con la llegada de una patera? Pero mírelos, los pobres vienen muertos de frío que no pueden ni andar, y esa chiquilla en el Patrol, que no tendrá ni quince años, recién parida, que si no es por nosotros se le muere la criatura entre las piernas. Por cierto, ya he llamado por radio al cuartel para que envíen refuerzos y una ambulancia con médico.
Que sí, Romero, que sí, toda la solidaridad que tú quieras pero a este paso el país se nos llena de inmigrantes, aunque la culpa la tienen los políticos, que son unos incompetentes que ni hablar saben, porque sacar en la prensa y en las redes sociales el mensaje aquél, ¿cómo era?, ¡ah, sí!

PARA LA CABALGATA DE REYES DE ESTE AÑO, EL PAPEL DE BALTASAR SE LE DARÁ A UN INMIGRANTE DE RAZA NEGRA, YA QUE…

bla, bla, bla…, no me digas, Romero, que con publicaciones tan ambiguas como ésa no están abriendo las puertas para que venga todo Dios. Siete de los ocho varones que venían en la patera dicen llamarse Baltasar y todos quieren sus papeles, y el octavo o es sordo o no se entera de la película. ¿No querías ver la lluvia de estrellas esta noche, cabo? Pues te vas a hartar hasta que los filiemos a todos y nos larguemos de aquí para hacer el atestado reglamentario de doce o trece folios.
Mi sargento, no se moleste usted, pero es que cada vez se parece más a mi Francisco, siempre negativo. Tiene usted que ver el lado bueno de las cosas, como cantaban los Monty Python.
¿El lado bueno?, no te queda mili, Romero. ¿Tú sabes lo único bueno que tiene esto?, que me quedan unas horas de estar en la calle aguantando carros y carretas.
Estos pobres tumbados en la arena después de cruzar el charco sí que pueden decir que les ha tocado la lotería y no los acomodados que veíamos ayer en el telediario brindando con cava en la mano. Mire allí jefe, ya vienen en cabalgata los sanitarios y la Cruz Roja detrás de nuestras patrullas con los rotativos encendidos. No diga que no es bonito, que parece van siguiendo la estrella de Belén para ver al niño. Ya sólo nos faltan los reyes magos, que a saber quién de estos desgraciados será el San José.
Cabo, te tengo dicho que no me llames jefe, cualquier día de estos te llevas una sorpresa. Anda, déjate de cuentos navideños y ve a ver qué dicen por la radio, que están llamando.
A la orden, mi sargento. Informan que una patrulla que venía hacia acá se ha encontrado con dos individuos de rasgos y acento árabe con menos papeles que una liebre, van montados a caballo y cargados con unos petates muy sospechosos, y dicen estar buscando a un tal Baltasar.
¡No te jode, lo que irán es cargados de hachís hasta arriba! ¡Esto es una invasión en toda regla, la segunda marcha verde! Dile a la Central que llame al teniente, al Alcalde y a la Subdelegada del Gobierno, que despierte al sursuncorda si es preciso. ¡Cagüentó lo que se menea! ¿Y ahora qué pasa Romero, se puede saber a qué vienen esas lágrimas, mujer?
Disculpe mi sargento, es la chica del coche, que dice que quiere ponerle mi nombre a su hija por lo bien que me he portado con ella, palabras textuales. ¿Se da cuenta?, pequeños detalles como estos hacen que le guste a una este trabajo. Y ahora a ver ése qué es lo que quiere, mi sargento, que se ha levantado el octavo pasajero, el mudo, y viene hacia aquí.
“Siñor, por favor siñor, ¿podimos hablar, siñor? Io soy Baldassare…”

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lunes, 14 de octubre de 2019

La borrica del Chómer


La borrica de Ildefonso, apodado el Chómer, era la antítesis de Platero, el “antiasno” por definición, nada de ojos de azabache ni peluche de algodón, sino un jumento de pelo hirsuto gris ceniciento y sucio de polvo, ojos apagados por la edad y de color indefinido. En resumen, un burro común de natural arisco y desconfiado, con más mili sobre su lomo que un sargento chusquero. Compartía cuadra con un nutrido rebaño de cabras escuálidas, macho cabrío incluido que necesitaría un capítulo aparte para narrar sus lances y aventuras.
Cada día las llevaban a pastar por los alrededores del pueblo y ayudaban a conservar los padrones y barbechos limpios de brozas y malas hierbas sin necesidad de herbicidas ni planes de empleo rural. De vuelta al redil dejaban el empedrado de la calle sembrado de cagarrutas cual aromáticos granos de café. Por si fuera poco para los vecinos había dos vaquerías en ambos extremos de la calle que completaban la diversidad natural de la apacible vida campestre.
Mas yo vine aquí a hablar de la burra, volvamos pues a ella y al día en que estuvo a punto de pasar a mejor vida asnal por culpa de este que les cuenta.
Al sosquino animal había que guardarle las distancias, literalmente, porque si te descuidabas cerca de sus cuartos traseros podías recibir una coz que no sabías por dónde te había llegado y te levantabas raudo sacudiéndote el polvo, desorientado y buscando disimuladamente el mercancías que acababa de arrollarte sin piedad.
A veces acompañaba a Ildefonso cuando salía con la burra a pastorear el rebaño y pasábamos las tardes hablando del colegio o apedreando lagartijas y haciendo puntería con las cabras que se rezagaban rumiando los cerrajones y jaramagos. La borrica del Chómer tenía merecida fama de resabiada y conseguir cabalgarla durante unos segundos era una de las principales atracciones del barrio. En varias ocasiones me animó a subirme en ella, pero un miedo cerval me impedía siquiera imaginarlo, hasta el día que le vi montándola con una facilidad asombrosa, como un general francés en paseo triunfal por los Campos Elíseos. Era una tarde de primavera, las siembras rebosaban de espigas tiernas, me armé de valor y decidí que al menos debía intentarlo. Me ayudó a subir de un salto, la recuerdo más bien pequeña, el pelo basto aunque bastante escurridizo.
¿De dónde me agarro? —le pregunté algo nervioso.
Aprieta fuerte las piernas contra los costados y la sujetas de aquí —me dijo mientras retorcía las crines ásperas y las enlazaba entre mis manos—. Para que se detenga le das un buen tirón.
Así fue cómo mi gran amigo de la infancia me impartió un cursillo acelerado para jinetes noveles. No hubo tiempo para más, le arreó un palmetazo en la grupa y se lanzó al galope como alma que lleva al diablo. Recordé las indicaciones del maestro aún frescas en mi cabeza y como un endemoniado comencé a tirar del pelo del animal, y cuanto más fuerte tiraba más velocidad cogía, y cuanto más corría, más me resbalaba de la montura. Parecía un indio arapahoe hurtando mi cuerpo de la línea de fuego de los rifles yanquis, con la única diferencia de que yo carecía de la habilidad necesaria para recuperar la verticalidad y el control de la cabalgadura.
Según iba cayendo a cámara lenta, y lejos de lo que podría pensarse, mi vida no pasó en un instante ante mis ojos, no, ¡qué va!, me acordé de Einstein y del relativo paso del tiempo, y después de lo que para mí fue una singularidad espacio-temporal, también conocida como una eternidad, acabé con mi pobre cuerpo girando como un trompiche sobre la cebada con tan mala suerte que la burra también tropezaba con mis piernas y ya rodaba por los suelos un poco más adelante, interrumpiendo así su vertiginosa galopada. Curiosamente mi mayor preocupación no era que me rompiera la crisma o un par de huesos, sino que el cuadrúpedo estirara las patas allí mismo por culpa de su inexperto jockey. Cuál no fue mi alegría al verla resurgir como el ave fénix de entre el verde cereal, levantándose ágil y continuar corriendo como una exhalación libre ya de su carga.
Ya llegaba el Chómer a mi altura, ocultando sin éxito una sonrisilla canalla y, tras comprobar los daños colaterales, le silbaba una melodía a la pollina que detenía su espantada y regresaba con un trotecillo alegre junto a su dueño, rebuznando y enseñando victorioso unos dientes enormes como guijarros, manchados del amarillo del fumador empedernido.
Evaluando los resultados finales puedo decir que no salí tan mal parado de aquella mi primera y definitiva aventura como caballero rodante. No recuerdo la excusa que conté a mi padre cuando vio mis pantalones sucios de verdín pero lo que no olvidaré es el cogotazo que me propinó tras las orejas que, sumado al temblor de piernas que aún perduraba, hizo que aquella noche durmiera como un niño, molido y magullado todo el cuerpo, y prometiese a San Antón que no volvería a montar nunca más en un bicho de cuatro patas.
 Alguna vez mi esposa ha insinuado tomarnos unos días de vacaciones para hacer agroturismo con las niñas, tan de moda últimamente. No puedo evitar que me entre la risa floja.


domingo, 21 de julio de 2019

Cuaderno de bitácora

La historia de mis viajes se condensa en quinientas doce líneas de un cuaderno manoseado que atesoro desde mi adolescencia. Cada línea recuerda un lugar, un país, una fecha. Si tuviera que destacar alguno sobre los demás elegiría sin duda sendas aventuras que viví en el desierto del Sáhara, donde aprendí el significado que para los hombres del velo azul tienen sus códigos de honor, y donde lo último que hubiera imaginado encontrar era a un niño rubio como el sol encaramado a un muro y dialogando apaciblemente con un áspid.
En otra ocasión descubrí en Japón el milenario arte de las geishas y las diferencias culturales que unen y separan el Este del Oeste. He aprendido cómo se levantan las grandes catedrales de la Edad Media, he peregrinado a Santiago y luchado en Tierra Santa, estuve en Ispahan estudiando medicina con Avicena, volando cometas en el invierno de Kabul.
Me enamoré perdidamente de una bolchevique en la Revolución Rusa, me curtí en mil batallas marinas, recorrí Sierra Morena en una mula durante la Guerra Civil, aprendí a jugar ajedrez de la mano de Carlomagno, he conocido a Napoleón, a Sócrates y a Judá Ben-Hur.
Por acompañar a Alice Gould, ingresé voluntario en un manicomio del que escapé de puro milagro saltando por una ventana, he pescado un gigantesco pez espada en el Mar Caribe, desde Bora Bora  surqué el Pacífico en una embarcación de madera, sostengo que a lomos de un elefante escribí necrológicas para ciegos y para lúcidos en el Portugal salazarista.
En el continente americano ayudé a un guerrillero a escribir  su diario, asistí a la injusta ejecución de John Coffey y a la crónica anunciada del asesinato de Kennedy. Conviví unas semanas con una familia palestina y otro tanto con una israelí, y sigo sin comprender. En Tombuctú comprendí que no existen los perros duros, sino los perros fieles que nunca abandonan a sus dueños.
He visitado mundos felices, he visto dinosaurios renacer de sus cenizas, naves en llamas más allá de Orión, he aprendido a  volar haciendo difíciles acrobacias gracias a una gaviota, y no me canso de viajar en el tiempo para escuchar las parábolas de Jesucristo. He conocido tantos países reales o imaginarios que finalmente me quedo con esta piel de toro y sus gentes, con los pueblos blancos de Don Quijote y con mi maravillosa Mágina literaria.
Y todo ello sin levantarme de la cama donde me encuentro postrado desde los diecisiete años por una lesión medular. Poco a poco mi madre llenó de libros mi habitación y me enseñó que para viajar no hacían falta las piernas. Ahora tengo un libro electrónico repleto de aventuras por iniciar y lugares por descubrir, y una línea quinientos trece esperando destino.
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