domingo, 21 de julio de 2019

Cuaderno de bitácora

La historia de mis viajes se condensa en quinientas doce líneas de un cuaderno manoseado que atesoro desde mi adolescencia. Cada línea recuerda un lugar, un país, una fecha. Si tuviera que destacar alguno sobre los demás elegiría sin duda sendas aventuras que viví en el desierto del Sáhara, donde aprendí el significado que para los hombres del velo azul tienen sus códigos de honor, y donde lo último que hubiera imaginado encontrar era a un niño rubio como el sol encaramado a un muro y dialogando apaciblemente con un áspid.
En otra ocasión descubrí en Japón el milenario arte de las geishas y las diferencias culturales que unen y separan el Este del Oeste. He aprendido cómo se levantan las grandes catedrales de la Edad Media, he peregrinado a Santiago y luchado en Tierra Santa, estuve en Ispahan estudiando medicina con Avicena, volando cometas en el invierno de Kabul.
Me enamoré perdidamente de una bolchevique en la Revolución Rusa, me curtí en mil batallas marinas, recorrí Sierra Morena en una mula durante la Guerra Civil, aprendí a jugar ajedrez de la mano de Carlomagno, he conocido a Napoleón, a Sócrates y a Judá Ben-Hur.
Por acompañar a Alice Gould, ingresé voluntario en un manicomio del que escapé de puro milagro saltando por una ventana, he pescado un gigantesco pez espada en el Mar Caribe, desde Bora Bora  surqué el Pacífico en una embarcación de madera, sostengo que a lomos de un elefante escribí necrológicas para ciegos y para lúcidos en el Portugal salazarista.
En el continente americano ayudé a un guerrillero a escribir  su diario, asistí a la injusta ejecución de John Coffey y a la crónica anunciada del asesinato de Kennedy. Conviví unas semanas con una familia palestina y otro tanto con una israelí, y sigo sin comprender. En Tombuctú comprendí que no existen los perros duros, sino los perros fieles que nunca abandonan a sus dueños.
He visitado mundos felices, he visto dinosaurios renacer de sus cenizas, naves en llamas más allá de Orión, he aprendido a  volar haciendo difíciles acrobacias gracias a una gaviota, y no me canso de viajar en el tiempo para escuchar las parábolas de Jesucristo. He conocido tantos países reales o imaginarios que finalmente me quedo con esta piel de toro y sus gentes, con los pueblos blancos de Don Quijote y con mi maravillosa Mágina literaria.
Y todo ello sin levantarme de la cama donde me encuentro postrado desde los diecisiete años por una lesión medular. Poco a poco mi madre llenó de libros mi habitación y me enseñó que para viajar no hacían falta las piernas. Ahora tengo un libro electrónico repleto de aventuras por iniciar y lugares por descubrir, y una línea quinientos trece esperando destino.
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