La historia de mis viajes se condensa en quinientas doce líneas de un
cuaderno manoseado que atesoro desde mi adolescencia. Cada línea recuerda un
lugar, un país, una fecha. Si tuviera que destacar alguno sobre los demás
elegiría sin duda sendas aventuras que viví en el desierto del Sáhara, donde
aprendí el significado que para los hombres del velo azul tienen sus códigos de
honor, y donde lo último que hubiera imaginado encontrar era a un niño rubio
como el sol encaramado a un muro y dialogando apaciblemente con un áspid.
En otra ocasión descubrí en Japón el milenario arte de las geishas y las
diferencias culturales que unen y separan el Este del Oeste. He aprendido cómo se levantan las grandes catedrales de la Edad Media, he peregrinado a Santiago y
luchado en Tierra Santa, estuve en Ispahan estudiando medicina con Avicena,
volando cometas en el invierno de Kabul.
Me enamoré perdidamente de una bolchevique en la Revolución Rusa, me
curtí en mil batallas marinas, recorrí Sierra Morena en una mula durante la
Guerra Civil, aprendí a jugar ajedrez de la mano de Carlomagno, he conocido a
Napoleón, a Sócrates y a Judá Ben-Hur.
Por acompañar a Alice Gould, ingresé voluntario en un manicomio del que escapé de puro milagro saltando por una
ventana, he pescado un gigantesco pez espada en el Mar Caribe, desde Bora Bora surqué el Pacífico en una embarcación de madera,
sostengo que a lomos de un elefante escribí necrológicas para ciegos y para
lúcidos en el Portugal salazarista.
En el continente americano ayudé a un guerrillero a escribir su diario, asistí a la injusta ejecución de
John Coffey y a la crónica anunciada del asesinato de Kennedy. Conviví unas
semanas con una familia palestina y otro tanto con una israelí, y sigo sin
comprender. En Tombuctú comprendí que no existen los perros duros, sino los
perros fieles que nunca abandonan a sus dueños.
He visitado mundos felices, he visto dinosaurios renacer de sus cenizas, naves
en llamas más allá de Orión, he aprendido a
volar haciendo difíciles acrobacias gracias
a una gaviota, y no me canso de viajar en el tiempo para escuchar las
parábolas de Jesucristo. He conocido tantos países reales o imaginarios que
finalmente me quedo con esta piel de toro y sus gentes, con los pueblos blancos
de Don Quijote y con mi maravillosa Mágina literaria.
Y todo ello sin levantarme de la cama donde me encuentro postrado desde
los diecisiete años por una lesión medular. Poco a poco mi madre llenó de
libros mi habitación y me enseñó que para viajar no hacían falta las piernas. Ahora
tengo un libro electrónico repleto de aventuras por iniciar y lugares por
descubrir, y una línea quinientos trece esperando destino.
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