lunes, 25 de junio de 2018

El centro de gravedad


Mi infancia gira en torno al campo de fútbol del pueblo, un campo de tierra amarilla y polvorienta, nada de césped ni de plásticos modernos. No existían gradas para el público sino un terraplén natural sembrado de pinos en una de las bandas donde se acomodaba la gente. Las tapias y bardales de las casas colindantes, erizados con trozos de botellas, delimitaban el recinto deportivo por la otra banda.
Entre esas viviendas se encontraba la mía, una casa de planta baja en la que nací y me crié y en la que, algún que otro domingo, solía caer a bocajarro el balón de reglamento seguido del coro de la concurrencia gritando aquello de “¡La ley de la botella, quien la tira va a por ella!”. Yo anhelaba que ocurriera más a menudo para poder devolverlo de una patada entre los vítores del respetable. La alegría que me embargaba cada vez que la pelota caía en nuestro corral chocaba con el mal genio de mi abuela, a quien le destrozaron varias veces los geranios que mimaba con paciencia. En más de una ocasión devolvió el balón rajado al delegado del campo diciéndole, la cara compungida y la navajilla aún caliente en el bolso del mandil de lunares, que se había pinchado al caer sobre el rosal. Consiguió que instalaran una tercera red para proteger sus macetas.
Las tardes de domingo se animaba el barrio con la llegada de los futboleros, el himno local sonando por megafonía para llamar a la hinchada, los carros de pipas y refrescos en la puerta de acceso. Los domingos que no había partido veíamos a Juan El Manquillo paseando por la carretera con un pequeño transistor pegado al oído mientras escuchaba animadas retransmisiones deportivas que culminaban con el pitido en morse anunciador de eternos golazos.
Los niños echábamos largos partidos después del colegio aprovechando una entrada de cochera abandonada a modo de portería, hasta que irrumpía alguna vecina enarbolando la escoba en alto, “¡Cuidao con los niños, iros a otra calle a dar por saco!”, y nos convencía ipso facto, trasladando de urgencia y por imperativos mayores el campo de entrenamiento.
De los hermanos Talavera siempre envidié su técnica y habilidad para tocar el balón. Jugaban y corrían como posesos y yo, de natural enclenque, siempre quise regatear con la facilidad que ellos demostraban en cada pase. Hube de conformarme con la defensa, a esperarlos venir, que dicho sea de paso, no se me daba mal.
La vida en los pueblos giraba en torno a sus calles y sus plazas donde los niños jugábamos y los mayores salían a tomar el fresco. Hoy hemos puesto en dicho centro de gravedad al automóvil, el asfalto y las prisas. Con el progreso y la vida moderna jugar al balón en la calle tenía irremediablemente los días contados.
El primer golpe serio en la línea de flotación futbolera de base se produjo con el Bando Municipal que prohibió jugar a la pelota en las calles, bando cuyo cumplimiento vigilaba la policía municipal sobre el terreno. Identificábamos fácilmente el sonido característico del ciclomotor en el que patrullaban, procediendo de inmediato a la dispersión mal disimulada de todos los allí reunidos, o poniendo caras de no haber roto un plato mientras escondíamos el esférico entre la masa de cuerpos infantiles. Pero el día en que por el bullicio y el fragor del encuentro, o tal vez por la velocidad anormalmente excesiva de la patrulla uniformada, nos sorprendían jugando, ese día el policía nos hacia un juicio rápido, sumarísimo. Nada de multas. En un movimiento más típico de Matrix que de un alguacil, agarraba la pelota con una mano, en la otra ya tenía una navaja y de un tajo nos devolvía la goma ya inútil de por vida. “Nenes, si sabéis que en la calle no se puede jugar…”, nos decía con sorna y allí nos dejaba resignados, el ruido de la moto alejándose a impartir justicia por otros barrios.
Aunque el golpe de gracia definitivo ocurrió allá por el mundial de Naranjito. Recuerdo que era el día de San Antonio, calor de junio y España que debutaba esa tarde a las cinco, como los toreros. Una hora antes del partido los zagales derretíamos suelas en la puerta-cochera a balonazo limpio. Como siempre, yo iba de zaguero, pero en uno de los contraataques me animé y subí a la portería contraria desmarcándome a tal punto que me vi solo bajo los palos del rival. Uno de los Talavera, de un pase magistral, puso el cuero a mis pies, sólo tenía que empujarlo, pero en mi subconsciente tenia la viva imagen de leyendas como Marcelino, o Benito, vaciando su alma en cada remate, y allí que puse mi intención de reventar la puerta metálica y que se escuchara en toda la calle. Como suele decirse en el argot, me hinché de balón. Subió en vertical buscando el tejado y fue a dar certero contra uno de los cables del tendido eléctrico que permaneció cimbreándose unos segundos eternos, que a mí me parecieron años luz, hasta que ocurrió lo inevitable. Se partió el cable con tan mala suerte que acabó cayendo sobre el otro hilo, produciendo un cortocircuito de dos pares que dejó sin corriente a medio pueblo.
El zafarrancho fue automático, cada  mochuelo a su olivo. Cuando entré disimuladamente en casa mi padre comprobaba los plomos y a la tele nueva, aún caliente, le crepitaba el tubo de imagen. Me fui a mi habitación a hacer como que leía un tebeo, y sólo abandoné la seguridad del refugio, obligado, cuando minutos después el temido ciclomotor se detuvo ante nuestra casa. Mi carrera futbolística terminó aquel día. Tampoco se perdió gran cosa, si acaso un defensa mediocre. Por cierto, ¿alguien sabe cómo quedó España?


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