La biblioteca se encontraba en el hueco
de las escaleras que conducían a las oficinas centrales del Ayuntamiento, en un
cuartucho sin ventanas que había servido para albergar los calabozos donde la
policía municipal custodiara en otros tiempos a los maleantes del pueblo. Para acceder
había que agacharse sorteando una arcada de piedra y cuidando de no dejarse en
el intento la frente u otros elementos anatómicos más elevados.
La primera vez que entré, llamaron
mi atención unas pilas de libros amontonados por el suelo formando pequeños
islotes de papel en precario equilibrio. Al fondo se distinguía una mesa larga
abarrotada de tomos que semejaban un tenderete de mercadillo con libros de
ocasión. Numerosos desconchones en las paredes dejaban al descubierto las capas
de encalado acumuladas a lo largo de los años. Busqué maliciosamente en los
muros dibujos carcelarios y restos de frases del tipo “Libertad sin cadenas” o “Haquí
estubo el Bizco”, con fechas que delataran el paso de sus autores por el
hotelito. Como única decoración, resaltaban unos ajados pósteres de Turismo de
España de los años sesenta que promocionaban las casas colgantes de Cuenca y un
paisaje con molinos del Campo de Criptana.
Allí conocí a Beatriz, cual náufraga
superviviente de un desastre recién acaecido, en medio de aquel triste cubículo
donde habían instalado la biblioteca. Envuelta por una vorágine de libros,
enciclopedias y cajas de cartón sin abrir, clasificando antiguos y polvorientos
ejemplares encuadernados en tapas duras de lomos descoloridos que contrastaban
con el moreno de sus brazos desnudos. Lucía una abundante melena de pelo negro,
zaíno, recogido en una descuidada coleta que parecía estar misteriosamente
sujeta por un lápiz. De una insultante lozanía, el rostro ovalado, unos ojos
marrones de mirada alegre y la sonrisa radiante, le calculé poco más de veinte
años, la mejor edad de la vida.
Tan embobado estaba en su contemplación que
tardé unos segundos en responder a su saludo. Cuando le pregunté por Tuareg, la obra de Alberto
Vázquez-Figueroa que me habían recomendado, se puso inmediatamente a buscarla
entre aquel totum revolutum. Pensé que
tardaría una eternidad en encontrarla, y deseé que así fuera por dilatar el
momento todo lo posible, pero en menos de un minuto dio con el libro en sus
manos y con mis ilusiones por los suelos.
La novela,
que tan magistralmente narraba el tinerfeño, fluyó ante mis ojos como arena
entre los dedos de la mano. Nunca imaginé que un desierto aportara argumento
creativo suficiente para escribir más de una página. A los dieciséis años
descubrí mi primer libro, y mi gran amor platónico, una Victoria alada surgida de los libros de Historia, la perfección
personificada con el rostro de Beatriz. El tiempo me enseñaría que las primeras
veces en la vida suelen ser breves, pero inolvidables.
Volví a verla dos días después. Me dejé conducir por su experiencia y fui
conociendo grandes títulos de Blasco Ibáñez, Galdós, Hermann Hesse o Torrente
Ballester. Durante aquellos meses de expediciones bibliotecarias, cada vez más
frecuentes debido en parte a mi incipiente afición por la lectura, y por otro
lado por razones obvias inherentes a la adolescencia, supe que había estado
perdiendo el tiempo con los amigos intentando reconquistar los pueblos vecinos,
mientras castigaba la salud fumando pasivamente en oscuros y lúgubres pubs y
discotecas de verano.
Iniciar mi propia librería partiendo desde
la nada más absoluta no fue tarea fácil en un hogar donde no había más textos
que los escolares. Una pequeña estantería del dormitorio que compartía con mis
hermanos sirvió para la modesta inauguración cultural, donde los fui ubicando
como valiosos trofeos. Compraba ofertas de lanzamiento en quioscos, novelas de Saramago,
Sartre, García Márquez, Kafka, Camus… Pequeños tesoros imprescindibles que fui
encontrando y releyendo gustosamente con los años, historias que
desapercibidamente me iban dejando su huella, imperceptiblemente pero
definitiva, como las cicatrices que el viento va esculpiendo en la roca con
cada minúsculo grano de arena. El viejo y
el mar, La sonrisa etrusca, El principito, 1984, La madre, Viento del Este…
Fui llamado a filas en tierras
norteafricanas, descubriendo con sorpresa que en aquel lugar, poco menos que el
averno de Dante que yo había demonizado tras la lectura de La ciudad y los perros de Vargas Llosa, como decía, descubrí que el
cuartel de Ceuta contaba con una modesta biblioteca donde pasé numerosas tardes
con Delibes, con Antonio Gala, Muñoz Molina o Pérez-Reverte.
Cuando regresé al pueblo me dijeron que
habían trasladado la biblioteca desde el cuartucho lóbrego que fuera encierro
de delincuentes, al nuevo Centro Cultural de la Villa. Cuando fui a ver el
nuevo edificio y comprobé que también habían cambiado a Beatriz por un
funcionario entrado en años, medio calvo y con gafas de culo de vaso, me sentí
vilmente estafado. Mandé a tomar viento el autocontrol montando una rabieta infantil
hacia el impostor, cantándole mentalmente aquel estribillo de ¡gafitas cuatro ojos, capitán de los piojos!
Unas semanas después encontré a mi amada en
un corredor del Ayuntamiento. Su presencia y su sonrisa acogedoras me hicieron
olvidar de un plumazo toda mi ira hacia su colega. Cruzamos un breve
intercambio de opiniones y consejos literarios y al poco tiempo, muy a mi pesar
y no sin antes recomendarme la lectura de Juan
Salvador Gaviota, se despidió, desapareciendo para siempre tras una puerta
de cristal esmerilado en cuyo dintel podía leerse en pequeños caracteres de
madera ÁREA DE CULTURA.
Desperté y comprendí que Beatriz había sido
una quimera inalcanzable para mí, debido a mi inexperiencia como caballero
andante y sobre todo a mi timidez casi enfermiza con las mujeres. Amargamente aprendí
que las lecturas de la edad temprana habían ido moldeando un pensamiento aún
amorfo e incapaz de escoger su propio camino. Cada libro, cada historia
contada, tienen una edad irrepetible, una fecha de consumo preferente, un
momento ideal de nuestra vida para agarrarlo entre las manos y deleitarse con
su lectura. Al fin y al cabo, y recordando a Borges, somos lo que leemos, ¿no?
* * *
(17/04/2017)
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