Comenzaban
las fiestas haciendo cadenas de papel que unían con una mezcla de harina y
agua, y que luego colgaban en las paredes del salón uniendo la fotografía de
boda de sus padres con el retrato de los abuelos. Una maceta grande hacía de
árbol de Navidad en el que enganchaban los restos de guirnaldas deshilachadas
que habían sobrevivido milagrosamente al paso de los años, y lo coronaban con
una estrella de cartón forrada con papel de aluminio. Sobre el mueble bar
intentaban montar un pequeño nacimiento con algunas figurillas despistadas e
insuficientes.
Aquellos
días el hogar olía a los roscos de sartén que como cada año se elaboraban según
la receta familiar manuscrita en un trozo de papel de estraza
manchado de aceite; harina, huevos, un
chorrillo de anís, ralladura de un limón, sobrecillos El Tigre… De fondo se
escuchaban las estridencias del molinillo triturando azúcar.
Las noches
más señaladas las pasaban en la mesa camilla, alrededor del brasero de ascuas y
de una gran bandeja de dulces. Veían la programación especial que daban por
televisión frente al viejo Telefunken
en blanco y negro, o escuchaban en el radiocasete los Campanilleros y otros
villancicos de Juanito Valderrama en liza con Dolores Abril.
Si amanecía
buen día salían temprano con la mula rumbo al olivar de la solana, vadeando el
arroyo de Sabiote por el viejo puentecillo de piedra, siempre tapizado de hojas muertas que caían de los álamos que lo flanqueaban.
Y unos
días antes de la vuelta al colegio, los Reyes Magos, a lomos de un tractor,
volvían a sembrar de caramelos las calles del pueblo. Él no pedía regalos,
empresa imposible, tan sólo deseaba una noche de lluvia, acostarse escuchando
las canales y dormir plácidamente arrebujado bajo las sábanas frías con la
tranquilidad de que al día siguiente no tendría que madrugar.
FIN
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