SOY LEGIÓN
(Historia de una gota)
Cuando Magdalena colgó el
teléfono no pudo soportar tanta tristeza y rompió a llorar en un liberador instante
de feliz desahogo. Brotamos todas en tropel, irrumpiendo con premura a la luz
cegadora de sus ojos. Imposible no resbalar por la piel suave de sus mejillas ansiando
el roce de sus labios, el remonte de su barbilla, y la caída lenta hacia la
blancura inmaculada de la porcelana. Conseguí romper amarras librándome del nexo
que nos unía, sintiendo de nuevo la agradable sensación que recordaba de otras
veces y de la que tanto había oído hablar, la libertad, tan deseada por unas
como temida por otras.
Al caer en el lavabo volvimos
a formar un pequeño reguero que sin prisa nos conducía hacia la espiral del sumidero
por donde nos sumergimos de nuevo en la oscuridad. De inmediato surgió un olor
insoportable en el ambiente, cierto tufo a urea, sudores y excrementos. Escuché.
No viajábamos solas, otras partículas comenzaron a mezclarse con nosotras,
frías, sucias. ¿Cómo, nosotras las elegidas, las más puras de entre todas, habíamos
llegado a esta situación tan desagradable?
Así comenzamos un largo periplo
por arroyos inmundos, por riachuelos y cañaverales abandonados, hasta que
salimos a cielo abierto, pudiendo respirar algo de aire puro. Llegamos a “La Planta”, rebosante de espumas
chocolateadas, donde a base de ácidos e hipocloritos nos adecentaron la cara
para hacer más llevadero el último trayecto.
Insectos, aves, pequeños
mamíferos se asomaban a nuestro paso a saciar la sed. Algunas gotas del grupo
original fueron quedando irremediablemente por el camino pero la mayoría
conseguimos nuestro objetivo, ganar el río y desde allí, por fin, el mar, el
océano, la azul e insondable inmensidad.
E incansablemente, otra
vez cual ave Fénix, comenzaba la transformación gracias al eterno ciclo
elemental. El sol comenzó a hacer de las suyas, escuchaba despedidas, desmayos,
aquello pintaba mal, parecía el final del viaje. Y dije adiós. Casi sin darme
cuenta noté que levitaba, que me transformaba en vapor, en aire, nada. Así
venía siendo desde el principio. ¡Qué profunda paz! . . .
Aire, viento y frío glacial.
Tiritaba y comencé a juntar mil pedacitos escarchados. Me fui acercando a las
desconocidas que me rodeaban por doquier, en busca de algún atisbo de calor, y
de repente, allá donde mirase podía ver cientos, miles, millones y millones de
gotas de agua precipitando en una ruidosa algarabía infantil, disfrutando de aquel
momento de pasajera libertad sin preocupaciones por conocer cuál sería nuestro
próximo destino. De nuevo el vértigo de la caída libre y el viento en la cara, viviendo
lo vivido, ¿dónde acabaría esta vez?
Amanecí encerrada en una
botella de agua mineral — ¿el karma? —,
y al otro lado del cristal descubrí envidiosa a un desconocido abrazando a Magdalena.
La recordaba meses atrás ante el espejo, rota por el llanto y la infelicidad.
Ahora, se la veía tan alegre. . .
Esa noche desperté acunada
en el rincón de su cuello tras surgir por un pequeño poro de su piel húmeda.
Noté que se estremecía bajo mis caricias de sal y comencé a deslizarme hacia sus
hombros, recreándome en su pecho y continuando en mi dulce descenso por su
anatomía hasta que quedé atrapada en el valle de su ombligo. Creí morir de
dicha, hasta que un gemido de placer masculino me devolvió a la realidad.
Magdalena saltó de la cama y se metió en la ducha. Cuando abrió el grifo, me
llevé el recuerdo de su mirada tranquila por el desagüe.
***