domingo, 18 de octubre de 2020

A VEINTICINCO PESETAS LA PIEZA

 


El fuego y la rueda, los dos inventos con más trascendencia para el ser humano. Contemplarlos juntos en pleno funcionamiento era un maravilloso espectáculo que los niños del pueblo podíamos disfrutar gratis cada verano.

Una escala ascendente, otra descendente, rematadas por una melodía inconfundible, precedían la llegada del afilador al barrio, empujando sin prisa una pesada bicicleta, un armatoste que más parecía una aparición quijotesca que la máquina que en realidad era. A continuación comenzaban a salir las vecinas de sus casas con las tijeras del pescado, las de la costura, con todo tipo de cuchillos y herramientas de cocina.

Para entonces ya tenía a su alrededor un corro de niños expectantes, ansiosos por ver el proceso de transformación de una vieja bicicleta en un banco de trabajo, desplegando todo tipo de accesorios e ingenios hasta que el afilador se colgaba un delantal de cuero, se sentaba de espaldas al manillar y se ponía a pedalear del revés, curioso invento, haciendo que la cadena y los piñones accionaran la rueda de piedra, e iniciando de esta manera un espectáculo de fuegos artificiales ante la chiquillería embobada con aquel artilugio.

Luego, parsimonioso, desmontaba el tinglado y se marchaba como había llegado, despacio, haciendo sonar su chiflo por las calles aledañas, “¡El afilaoooor!”

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miércoles, 5 de agosto de 2020

mIRC 32


mIRC 32

«Tú siempre hacia donde veas más nubes, hacia lo oscuro. No hay pérdida :) :) :)» , bromeaba Ana María por el chat, en clara alusión al clima lluvioso de su país. Sin pensarlo metí una muda limpia en un macuto, una botella de agua y el mapa de carreteras, y al amanecer salía huyendo del sol con mi Ibiza gris modelo del 96 y motor mil cuatrocientos.

«Hasta Badajoz por Córdoba; paso bajo el acueducto de Elvas (ojo a la señalización) y continuo hasta Estremoz; aquí busco el giro para tomar la IP-2 y todo recto hasta Portalegre» No parecía muy complicado. También tenía la ayuda del plano desplegable de España y Portugal que me habían dejado y, como último recurso, preguntando, que así se llega a Roma y parte del extranjero.

Recién pasada la frontera canjeé unas diez mil pesetas por su equivalente en escudos, unos doce mil. Allí me sorprend un enorme panel azul que indicaba ESPANHA en el primer cambio de dirección sobre tierras lusas, tal vez destinado a aquellos viajeros indecisos u olvidadizos.

Evitando peajes y con la ayuda del mapa fui cambiando de carreteras, atravesando paisajes en los que, como en un cuadro impresionista, la primavera había coloreado los campos y dehesas de vistosos morados, rojos y amarillos, salpicados como al azar por solitarias encinas mediterráneas. Pasé por pueblos de calles empedradas donde los perros deambulaban husmeando restos de comida; desangelados surtidores de gasolina aparecían huérfanos al filo de estrechas aceras, atendidos por el mecánico del único taller del lugar; viejas vestidas de luto sentadas en sillas de enea vendían cerámica, fruta y hortalizas a la sombra de los árboles. No me parecían tan distintas de nuestras madres, me venía al recuerdo la imagen de mi abuela Josefa vestida con el mandil de estar por casa, siempre oscuro aunque salpicado de blancos lunarillos, ocultando sus cabellos canos bajo un perpetuo pañuelo negro.

Al mediodía, y casi quinientos kilómetros después, alquilaba una habitación en una pensäo del barrio antiguo de Portalegre. Telefoneé a una incrédula Ana María desde una cabina. La plaza de la Catedral, típica construcción del Alentejo portugués, fue nuestro primer punto de encuentro no virtual. La musicalidad de una lengua nueva, su voz tierna y melosa lejos del frío intercambio de bytes por los canales del chat, y el repiqueteo de la lluvia en los tejados durante toda la tarde, ambientaron la habitación sin vistas de la pensión Dom Manuel.

Pero no todo fue desenfreno erótico y pasión. La naturaleza humana marcó sus pautas dejando también tiempo para la gastronomía y el turismo local por lugares con nombres que te trasladaban a épocas medievales, Castelo de Vide, Olivença, Marvão, donde, por cierto, degusté el mejor café del mundo.

Al despedirme de Ana María le di un consejo, «Nunca retes a un español con un “¿A que no eres capaz de venir?”, porque perderás la apuesta» Se echó a reír rodeando mi cuello entre sus acogedores brazos. Ana María era encantadora, agradecida, me regaló un fin de semana inolvidable; tan sólo un pequeño inconveniente aunque salvable. Estaba casada, o al menos eso decía ella.

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Un hilillo de saliva me cuelga de la comisura del labio y cae encima de la “Ñ” cuando despierto sudando sobre la mesa del ordenador, un Pentium 286 que va a pedales. Me acaban de banear del canal #mas_de_30 por intentar aparentar más edad de la que tengo. Otra noche que caigo grogui sobre el teclado buscando medias naranjas. Sin duda necesito viajar más y salir del pueblo, ver mundo, tanto internet me va a dejar tonto y ciego. En cuanto levanten el confinamiento prometo salir de casa. 

La estridencia metálica del módem intentando la reconexión con el servidor escapa por la ventana y se confunde con el chirrido de las cigarras. Está siendo un verano muy caluroso.



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domingo, 12 de abril de 2020

YO NO SOY UN HÉROE



YO NO SOY UN HÉROE
Cuenta mi hija pequeña que todos los policías somos héroes, que lo ha oído por televisión. Ya pueden imaginarse el orgullo de una niña de cuatro años cada tarde en el balcón de casa gritando entre aplausos, “¡Mi papá es policía y está luchando para matar al coronavirus! ¡Mi papá…”, y me sorprende que su lengua de trapo sea capaz de pronunciar esa palabra del tirón sin equivocarse!
Yo no la quiero contradecir, es tan cándida, tan inocente, que una mentirijilla no puede hacerle ningún daño. Sin embargo, me gustaría decirle que los verdaderos héroes son aquellos que diariamente miran cara a cara a la muerte trabajando en los hospitales, que los auténticos héroes son los médicos, los sanitarios, las enfermeras, nuestra vecina Angelines, sin ir más lejos.
No sabe mi pequeña que cuando duerme, la vecina y yo hablamos por el patio de luces y nos contamos cómo nos ha ido el día o la noche en el trabajo. Si mi hija la escuchase desahogándose, diciéndome entre lágrimas de impotencia que carecen de protecciones adecuadas y suficientes para atender a los enfermos, que algunas noches sólo están dos enfermeras y dos auxiliares para toda una planta de hospital repleta de pacientes, algunos de ellos incapaces de tomarse la medicación por sí mismos, de ancianos que devorados por la fiebre se arrancan las vías de los brazos y deambulan de madrugada desorientados por el pasillo, y que ellas se sobreexponen al virus más de lo humanamente aceptable, y que terminan su jornada completamente agotadas y sin saber con certeza si mañana podrán volver a trabajar a salvo del contagio; como les decía, si escuchara mi hija llorar a Angelines, esa señora mayor que cada vez que coincidíamos en el ascensor sacaba de su bolso un guante de látex que inflaba de un soplido y como por arte de magia aparecía una carita sonriente pintada con rotulador, si pudiera oírla lamentándose porque se sienten abandonadas a su suerte por aquellos que les mandan y ordenan, entonces mi hija ampliaría sin duda su percepción infantil sobre héroes y heroínas.
No, yo no soy un héroe. Héroes son nuestros padres y abuelos, los que nacieron en tiempos de una guerra cruel, los que levantaron este país con su esfuerzo y su trabajo, con grandes familias numerosas a las que alimentaron, los que dieron todo lo que puede darse por sus hijos, los que ahora mueren y desaparecen tristemente entre estadísticas como el eslabón más débil de una cadena insensible y desmemoriada.
No soy un héroe por salir a las calles a hacer mi trabajo, aunque reconozco que los primeros días el terror a acercarme a cualquier ciudadano me paralizaba por completo. El miedo es libre. Pensé que sería lo más parecido a la llegada del fin del mundo, pensé que en diez o quince días, casi sin darse cuenta, podía uno irse para el otro barrio, dejando atrás una vida truncada sin poder despedirse de la familia.
Es noche cerrada, imaginen una larga avenida, desierta, una ambulancia que aparece al fondo con la cabina iluminada por una luz interior blanca, casi espectral, sus ocupantes embutidos en monos blancos, mascarillas y gafas, llegan a mi altura, cruce de miradas, y continúan, muy despacio, como a cámara lenta, el tiempo parece haberse detenido, fantasmas sacados de una película de ciencia ficción, de una novela distópica. Horas más tarde y por otra calle, otra ambulancia, y otra, alimentando las salas de urgencias del hospital. “La muerte viaja en ambulancias blancas”, cantaba el poeta, ¿o tal vez profeta?
Pero la vida sigue y nosotros con ella, el trabajo se vuelve rutina y aceptamos ese riesgo como algo inherente al uniforme. Mientras tanto vamos desgranando los días que superamos sin notar ningún maldito síntoma.
Héroes son los niños, sin duda, y los camioneros, y los agricultores y ganaderos, y los marineros que salen cada mañana a trabajar y los barrenderos, y toda esta sociedad civil que ha demostrado ser mejor que la caterva de politicastros que manejan el timón de este barco. Pero tranquilos todos que de ésta se sale, seguro, y cada día que pasa es un día menos en la cuenta atrás para volver a comenzar, para intentar ser mejores personas de como éramos ayer. Por nuestros hijos, y por nuestros padres.

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