1934
La Huelga General campesina hubiera pasado
sin pena ni gloria por la historia de Torreperogil de no haber sido por los
tristes acontecimientos ocurridos el jueves 7 de junio en los cortijos de «Pocohumo»
y «Las Pérez», distantes a escasos quinientos
metros uno del otro y separados por una verde siembra de cereal. Dos braceros
fueron asesinados por no apoyar la huelga del campo.
En los meses previos
algunos periódicos, partidos políticos y sindicatos ya se habían encargado de
calentar el ambiente social, teniendo como trasfondo la situación de
precariedad laboral y pobreza generalizada que se sufría en el mundo rural. Hay
quien piensa que las movilizaciones convocadas durante aquellos días fueron la
escusa o el aperitivo de lo que se estaba gestando para el otoño próximo en
Asturias y otras regiones del territorio nacional. El caso es que el malestar
generado encontró buen caldo de cultivo en toda Andalucía y en municipios como
Torreperogil, villa reivindicativa por tradición, se pusieron manos a la obra.
Aquella mañana José
Hurtado madrugó como un día cualquiera, aparejó la mula y se dispuso a caminar
la escasa legua que le separaba del tajo, bajando por el camino de piedras que
descendía sinuoso entre viñas y almendros, hasta alcanzar las primeras estacas
del olivar del cortijo de «Pocohumo» que tenía arrendadas a sus propietarios. Eran
gentes importantes de Sevilla que se hacían ver por estos lares dos veces al
año, una por carnaval para ajustar las cuentas del negocio y la otra en
septiembre para las fiestas patronales de San Gregorio.
No fue José el único campesino
que tuvo que decidir entre secundar la huelga o echar otro largo y duro día de
trabajo por cuatro cuartos. Los jornaleros de la agricultura, siempre la eterna
cenicienta de los salarios.
Por el camino viejo de
Cazorla bajaron del pueblo numerosos piquetes, en número cercano a trescientos,
más allá de las obras de la línea ferroviaria Baeza-Utiel. Alcanzaron estos
cortijos, los rodearon y tras prender fuego a una finca aledaña se produjo un intercambio de disparos
resultando muertos dos de los labradores que estaban trabajando aquel fatídico día.
Hubo
otros heridos, entre ellos un guardia civil perteneciente al retén que al
efecto se encontraba en «Las Pérez» en previsión de cualquier altercado que
pudiera producirse pero desde la Comandancia de Jaén no evaluaron
suficientemente el alcance que podría tener la convocatoria de huelga en
algunos pueblos y se vieron desbordados por el número de manifestantes,
siéndoles imposible arrestar a los culpables de los crímenes.
José tenía mujer y dos
hijos.
* *
1939
-
¡Domingo, te están buscando!
Cuatro
palabras que le paralizaron, un escalofrío en la nuca, el vello erizado de sus
brazos desnudos. Nunca como en ese momento se había sentido tan unido al terreno
de la pequeña parcela que tenía en el corral de su casa, de la que a duras
penas sacaba unos alcarciles, ajos, cebollas, unos tomates y poco más. Parecía
haber echado raíces al suelo, levantó la vista de la tierra reseca y fijó su
mirada en la valla de ladrillo que separaba su huerta de la fábrica de baldosas,
observando el punto de donde había salido la advertencia de una voz conocida, aunque
sabía de antemano que allí no vería a nadie. Se quedó inmóvil una eternidad, o
eso le pareció a él, un tiempo precioso y necesario. El perro se había acercado
inmediatamente a su lado y permanecía tenso, las orejas firmes y con la mirada clavada
en la blanca pared de la fábrica.
Por
fin reaccionó, dejó la azada en el suelo y se dirigió al primer patio
empedrado, donde tenía una zahúrda, la cocina y el pequeño cuarto de ducha en
el que entró y se echó unos puñados de agua en la cara, como si acabara de
levantarse de dormir y quisiera terminar de despertar de un mal sueño. Empezó a
recorrer la casa de una habitación a otra. En una talega metió un mendrugo de
pan, chorizo, un trozo de queso y su navaja. Saliendo por el portal agarró la
chaqueta y antes de abrir la puerta de madera para salir a la calle, apoyó el
oído para escuchar: nada, no se oía nada, nadie en la calle, sólo un doloroso
silencio y los latidos de su corazón. No podía pensar, tenía que salir de allí,
huir.
Justo
cuando se disponía a abrir el cerrojo vio que el perro se había plantado en
medio del portal, gimiendo y mirándole firmemente. En el último instante se
arrepintió y volvió otra vez al huerto, saltó sobre el montón de tejas que
tenía apiladas contra la pared, junto a la higuera, y se encaramó a la valla.
Se sentó a caballo en la tapia y volviéndose hacia el perro, que parecía estar
esperando la invitación de su dueño, le dijo “vamos” y tras una breve carrera dio un salto y lo tenía en sus
manos. Entre la fachada trasera de la fábrica y los corrales de las viviendas lindantes
habían dejado un estrecho pasillo que servía para desaguar los tejados de la
nave. Allí se dejó caer y levantando las manos hacia su fiel compañero, éste se
lanzó a él sin pensarlo.
Echaron a correr por el pasadizo en busca de la
salida a las últimas casas del pueblo, que desembocaba en un terreno donde se recogían
los vertidos lechosos de la producción de baldosas. Dos bestias trabadas
rumiaban impasibles el rastrojo y a lo lejos subía un rebaño de cabras por el
camino de San Marcos. Tenían que atravesar las viñas sin correr para no llamar
la atención, al paso que acostumbraba llevar cada vez que salía al campo. Después
de unos dilatados minutos llegaron a la primera finca repleta de almendros con una
casilla para los aperos, sintiendo que cada árbol que dejaban atrás les iba
cubriendo las espaldas, uno tras otro. Subieron zigzagueando por el camino de
la Cruz de los Panaderos hasta que empezaron a bordear la loma entre los
primeros olivares dejando atrás el lavadero del Cerro, tan cercano a la
carretera que llevaba a Úbeda. Ya no se veía el pueblo, sólo un mar de olivos.
Siempre supo que
tarde o temprano vendrían a por él pero nunca se preocupó de buscar una
escapatoria, como si lo hubiese dejado todo en manos del destino. No sabía a
dónde ir, dónde esconderse. Pensó que tal vez estaría seguro en el refugio de
piedra que tenía en el olivar de la Cañada del Armero y hacia allí encaminó sus
pasos.
* *
—
¿Quién sabe?, incluso cabe la
descabellada posibilidad de que mi abuelo matara al tuyo. Perdona que sea tan cruel
en la expresión pero es que hay tan poca información al respecto y la que he encontrado
en internet se contradice en las fechas y hasta en el número de muertos que
hubo aquel día. Es como si los principales implicados hubieran querido
olvidarlo y pasar página.
—
Tampoco creo que hubiera mucha gente
entonces que supiera escribir para dejarlo en papel. Y algunos de los que
sabían o no pudieron o no les interesó hacerlo.
—
Mi padre nació unos meses antes de la Huelga
y la Revolución de octubre del 34 y cuando le menciono cualquier hecho político
o social relacionado con su infancia, no quiere oír hablar de ello. Me dice que
si es que queremos desenterrar a los muertos, que los dejemos descansar allí
donde estén.
—
Pues tampoco es eso, porque a mi abuelo José
lo mataron de un tiro en la cabeza y el que lo hizo quedó impune. No creo que
hicieran mucho por detenerlo porque no entiendo cómo siendo el alcalde de
derechas no movió Roma con Santiago para dar con él. Aquello debió ser algo
parecido a Fuenteovejuna, el de todos a una. Y no creo que lo asesinaran por esquirol,
como gusta ahora llamar al que ejerce su derecho al trabajo, sino porque era
falangista. Que también hay que ser tonto, y que me perdone el pobre, para simpatizar
o militar en un partido de derechas en un pueblo como La Torre. Aquello sí que
era tener ideales políticos, no como ahora.
—
También he conseguido descargar el Libro
de la Memoria Histórica de Jaén, y ahí aparece mi abuelo Domingo con el texto “agricultor de 39 años, muerto el 6 de
diciembre de 1939 en la cárcel de Úbeda”. Mi abuela, la pobre, siempre decía que su
marido no tuvo nada que ver con lo que pasó en el cortijo de «Pocohumo», que se
la estuvieron guardando hasta que entraron los otros y que lo fusilaron por ser
sindicalista. Había estado tantos años llorando a su marido que casi se le habían
acabado las lágrimas. ¡Pero qué amargas las que le quedaban! Ponte en su lugar, viuda a los treinta y
tantos años con tres hijas pequeñas a las que criar, marcada socialmente por
una ideología y con una posguerra por delante.
—
Hay que vivirlo para hacerse una pequeña
idea. ¡Pues mira qué curiosos los caminos del Señor!, nuestros abuelos
matándose entre ellos por unas ideas que hoy ya nadie comprende y ahora sus
nietos hemos terminado casándonos. ¡Si hubieran vivido para verlo!
—
A veces cuando me cruzo con un mayor por
la calle pienso en los secretos que guardará cada uno en su cabeza o los que
habrá querido olvidar voluntariamente o por necesidad. ¿No crees que todavía quedará algún
que otro inocente abuelito de los que vemos paseando por el parque o los que
envejecen en las residencias, que haya tenido su pizca de protagonismo en los
episodios más tristes de nuestro pasado reciente?
—
Puede que tengas razón. Aunque lo que
más me preocupa y me pone los pelos de punta es que algunos de los pasajes
descritos en los libros sobre el ambiente previo a la guerra civil me recuerda terriblemente
al que estamos viviendo desde hace unos años hasta hoy. Sólo faltan las bandas
de pistoleros descontrolados matando enemigos por las calles y al día siguiente
la venganza que llega del otro bando. Se repite la eterna dicotomía entre el bien
y el mal, las derechas y las izquierdas, rojos y fachas, y algunos políticos insensatos
empeñados en seguir echando leña al fuego, en hacernos creer que el reloj de la
Historia se paró y que seguimos amarrados al pasado, porque esos políticos viven
de sembrar el miedo ajeno y les interesa mantener la tensión, es su razón de existir…
—
¿Qué, nos tomamos otra cerveza antes de
ir a recoger a las niñas?
—
¡Venga!, una rápida y nos vamos.
—
Qué difícil educar a los hijos para que aprendan
a pensar libremente, que sepan discernir lo que está bien de lo que no, para que
no permitan que nadie borre ni altere la memoria de lo ocurrido. Es bueno
recordar, aprender de los errores del pasado, pero dejando siempre de lado el
odio y la envidia.
—
Y por supuesto que no permitan que lo sucedido
caiga en el saco del olvido para no vernos obligados a repetir la Historia.
* * *
(03/02/2017)