Deberían
haberme avisado
El día
había sido frío, casi invernal. Tras el funeral una pequeña comitiva subió al
cementerio para dar el último adiós al difunto. Cuando entramos en el antiguo
recinto de calles empedradas acababa de encenderse el alumbrado que apenas
iluminaba las esquinas donde tiritaban desnudas unas bombillas sucias de polvo.
Llevaba preparados unos versos de despedida que leí emocionado ante la tumba. Al levantar
la vista del papel me di cuenta sobrecogido de que me habían dejado solo ante
una lápida que tenía mi nombre grabado y un breve epitafio que decía
EMILIO
BELTRÁN TORRES
“EL POETA QUE LLEGÓ DE
MÉXICO”
Alguien debería haberme avisado. Se
habían marchado todos y entre lágrimas logré distinguir, al final de la calle
principal, cómo los últimos abrigos negros abandonaban el cementerio en
silencio. Hacía mucho que el sol se había ocultado y el sereno comenzaba a
humedecer las flores de la corona. Sentí un frío inmenso. Allá adentro sólo se
escuchaba el revuelo de los gorriones acurrucándose para pasar la noche entre
las ramas de los cipreses.
* * *
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