No sé montar en bici
Como
el poeta que nunca fue a Granada, así me siento yo, pero con las bicicletas.
Porque nunca tuve bicicleta, ni siquiera me monté en una. No sé montar en
bici. Esto nunca lo conté a nadie por miedo a que se rieran de mí, de mi
ineptitud para los deportes y de mi falta de destreza. Veo, leo y envidio a
tanta gente presumiendo de su habilidad para mantener el equilibrio sobre dos
ruedas, contándolo como si fueran profesionales de las letras. Bueno, muchos lo
son. Esto también lo envidio, la forma de contar las cosas, aunque sean meras invenciones.
Dije
que ni siquiera me monté en una bicicleta, pero no es completamente cierto. Una
vez me subí en la parte trasera de una vieja bici. El portamaletas, lo llamaban
entonces. La conducía Marisa, una chica pelirroja que veraneaba en el pueblo.
Todas las historias románticas de bicicletas ocurren en pueblos recoletos, y
las bicicletas que nos vienen a la mente son viejas y pesadas máquinas sin
amortiguación, con frenos de zapatas y timbres de recepción de hotel.
La
veo sentada a mi lado, con los pies a remojo mientras nos refrescábamos bajo la
sombra de un árbol, sintiendo entre risas adolescentes el suave cosquilleo de
los pececillos mordisqueándonos los dedos. Por supuesto la historia ocurrió en
verano y a la orilla de una laguna de aguas cristalinas, como todas las
historias tiernas de la infancia.
Subíamos
el camino del Cerro empujando la pesada bicicleta en plena siesta, con la
expectación de lo prohibido a flor de piel. Llegábamos sudando y nos
zambullíamos nerviosos en ropa interior. Aquel verano Marisa me enseñó a nadar,
entre otras cosas. Al caer la tarde bajábamos la cuesta pedregosa montados en
la bici, yo agarrado a su cintura y contemplando feliz su espalda aún húmeda,
de vuelta al pueblo de la niñez, donde casi todos los niños tenían bicicleta o
al menos sabían montar en una.
*
* *